La Universidad española, sometida a la Ley Campbell y la tiranía de las métricas

No es lo mismo medir la extensión de un terreno que buscar a la persona más adecuada para un cierto tipo de trabajo. En matemáticas, existe el concepto de «medible» y en la realidad concreta, creo que afortunadamente, no es tan evidente medir a los mejores.

Como observó B. Spinoza, los humanos nos movemos por emociones, y tal vez las más importantes sean el deseo para actuar y el miedo para frenar. Al mismo tiempo, los humanos nos copiamos los unos a los otros, y seguramente, como anticipó T. Veblen, los que tienen menos a los que tienen más. Imitamos a los que están mejor que nosotros para que los demás nos vean y poder contarlo, si no se dan cuenta.

Mas aún, aunque muchos consideran peyorativa nuestra comparación animal, deberían saber que no sólo no somos racionales, sino que además nos agrupamos en rebaños como los animales (Raafat y otros). El aborregamiento más frecuente es el de compartir enemigo para defender nuestra vida o mantener privilegios que puedan perderse.

El sociólogo Donald T. Campbell (1976) postuló la ley que lleva su nombre, que dice que cuanto más se utilice un indicador social cuantitativo para la toma de decisiones, mayor será la presión a la que estará sujeto, y más probable será que corrompa y distorsione los procesos sociales que, se supone, debería monitorizar.

Ejemplos de enorme impacto y gravedad afectan a la Universidad. Los responsables del error, no sólo no se enteran sino que incluso están convencidos de que lo están haciendo muy bien. Es como el enfermo que tiene una grave enfermedad y no lo sabe.

El criterio de financiación de las Universidades en base al número de egresados, en una mirada superficial, parece un criterio acertado y objetivo; en la línea de aplicación del efecto Mateo, de primar lo que funciona. Es un ejemplo perfecto del efecto cobra, en el que se consigue el resultado contrario al deseado.

En efecto, como la financiación de la Universidad depende de este criterio, no pocos rectores transmiten más o menos velada, pero implacablemente, el alarmante mensaje de que hay que tener éxito en el número de egresados. Porque, en otro caso, la financiación, siempre escasa, se reducirá considerablemente.

La consecuencia es un mensaje de relajación continua y exigencia a la baja en los criterios de evaluación y en todos los niveles. Este es uno de los principales factores de la bajada de la calidad de la formación media de los estudiantes en todo el país y desde hace años. No pocos profesores hemos sido veladamente advertidos de que aprobamos a pocos. La tiranía de las métricas salpica también a la enseñanza media y, aquí, aunque inexplicablemente, a los profesores no se les evalúa, parece que sí a los centros. O, por lo menos, para presumir de éxito en la selectividad se esmeran en autoevaluarse, para salir bien en la métrica del éxito en la selectividad, como potencial aval de calidad.


Y aquí vuelve a aparecer el efecto colateral de la ley de Campbell. Así, en muchos centros de enseñanza secundaria, los profesores en lugar de enseñar el programa que deben, priorizan el adiestramiento del alumnado en los contenidos de unas pruebas para acceder a la Universidad. Unas pruebas que apenas seleccionan nada pero contribuyen a la deformación del alumnado.

La consecuencia es que muchos alumnos llegan a la Universidad sin saber lo que deberían y, lo que es peor, sin ideas claras de casi nada. El alumno llega a la universidad convencido de que lo importante es aprobar, no aprender. La selectividad auténtica debería hacerse en las facultades universitarias, con pruebas específicas; pero claro, como en nuestro país lo que prevalece es que todas las facultades se llenen y anualmente se reemplacen, pues seguimos con una selectividad absurda donde la exigencia brilla por su ausencia. A los alumnos se les contenta con la relajación, y además votarán al decano y al rector con más entusiasmo.

Otro ejemplo grave de distorsión, y demostración de la ley de Campbell, es la acreditación del profeso- rado. Hoy, se están acreditando catedráticos de Universidad en base a artículos con cuatro o más autores donde el acreditado no ha hecho más que firmar. Sí, es difícil de averiguar, pero no hay que ser tan ingenuo para no conocer que la contingencia existe y que hay que vigilar.

Claro que el principal responsable es el autor que hace este fraude, pero los legisladores deben saber que los humanos nos movemos por emociones e intereses (B. Spinoza, A. Damasio) y arbitrar criterios de evaluación que no faciliten las debilidades humanas. Otro indicador de calidad de las publicaciones es en base a citas, que está demostrado que es falso (N. N. Taleb). Muchos artículos citados no han sido leídos, o apenas el resumen, en algunos casos.

España está padeciendo una larga sequía de talento en la gestión de liderazgo en Universidades, Mi- nisterios y Sociedades Científicas. Los dirigentes de la mayoría de estas instituciones son aficionados y no orientan a sus representados ni a la excelencia ni a la más modesta tarea de mejoría lenta y segura. Es mucho peor: una ola de aparente objetividad, numérica, amparada en criterios métricos obsoletos y fracasados desde los años 70s del siglo pasado en Estados Unidos inunda los criterios de gobiernos, universidades y sociedades científicas.

La tiranía de métricas de trazo grueso pretende evaluar personas e instituciones con la absurda creencia de que las cantidades garantizan calidades. En consecuencia la excelencia, que como decía Aristóteles es un hábito, una actitud, de hacer las cosas bien a lo largo del tiempo, se sustituye por el acopio de cantidades de falsos méritos en cantidades cada vez más exigentes que, en lugar de favorecer la excelencia, estimula la competencia por el logro de cantidades de publicaciones. Como si la excelencia y la virtud fuesen herederas de cantidades.

La excelencia es por definición escasa, y nace en un ambiente de libertad, lentitud y paciencia, donde las personas pueden respirar un ambiente no estresado por criterios cuantitativos, ni por criterios contables y gerentes desnortados. Criterios que aburren y hartan al profesorado y están fundamentalmente al servicio de la proyección social de su rector.

El uso de estas métricas inapropiadas conduce en España a la mediocridad, añadido al permanente estrés de los evaluados, que necesitan mejorar al ser evaluados con estos indicadores cuantitativos. Podría ser más grave aún si se extiende a evaluar a los cirujanos por el éxito de operaciones practicadas o a los policías por el éxito en la resolución de crímenes. Porque el humano deseo de ser bien evaluado y salir bien en la foto, puede inducir a policías que encuentran culpables donde no los hay, o médicos que declinan operar a un paciente arriesgado, que puede ensuciar su hoja de servicios.

¿Por qué ocurre? ¿Por qué se equivocan tantos dirigentes y se protesta tan poco? Hay muchas razones. En primer lugar, la falta de ideas de dirigentes aficionados, la falta de independencia general, que prefieren ser dóciles,para que les conceden todo tipo de pesebres, a unos pan, a otros medallas o poder. Hay menús para todas las debilidades humanas. Callar lo que funciona mal no es buen servicio a nuestro país.

Los nuevos gestores de las métricas deberían acordarse del proverbio chino que dice que el que se pone de puntillas no se mantiene de pie. Quien quiere presumir con cantidad, no debe andar sobrado de calidad. La falta de criterio propio se sustituye por la falsa exigencia del mérito cuantitativo. Así, algunos (muchos desgraciadamente) saben como poder presumir de su gestión (es decir de sí mismos).

El precio de este sinsentido es la del estrés perpetuo de los administrados, las corrupciones en el logro de los méritos y la consecución de lo contrario de la excelencia. De cantidades de aportaciones prescindibles que nadie lee, alejadas del riesgo y la dificultad, y por tanto mediocres. Siempre hay un ranking en el que se puede alegar mejoría, y si no, se encarga y se paga con el dinero público.

Si no se está en el ranking de Shanghai, se puede estar en el de universidades jóvenes o tecnológicas, o de lo que sea. Se trata de aparecer bien en una foto, que, si no existe, se encarga y se paga.

Siempre hay excusas estratégicas para disfrazar el gasto en aras de mejorar la imagen del rector, disimulada en la de la Universidad. El gerente, nombrado por el rector, no duda en aplicar la ley de contratos de manera implacable sobre los bolsillos del personal docente e investigador, llenando la bolsa que permitirá luego que gaste el rector en proyectar su imagen pública haciéndola coincidir con la de la Universidad con toda suerte de eventos. No es buen rector quien tiene al profesorado estresado, descontento, harto y desmotivado. Puestos a guiarse por indicadores, el primero debería ser el del bienestar de los que trabajamos en ella.

El primer criterio de contables y gerente debería ser que, en las comisiones de servicios, no le cueste dinero de su bolsillo al comisionado. Antes que esto, para el gerente es asegurarse que las auditorias y la ley de contratos no le molesten. A pesar de que el B.O.E. lleva más de una década sin actualizar las tasas de indemnización, nadie se da por aludido para actualizarlas.

El trabajo creativo requiere un ambiente de libertad y confianza y no la irrespirable atmósfera donde los contables, siguiendo instrucciones del gerente, maltratan al personal docente e investigador. Donde tienes que demostrar que no eres culpable de cualquier actividad que declares. Sin embargo, sí hay que gastarse miles y miles de euros en celebraciones de aniversarios de la Universidad y eventos para lucimiento del rector. Para eso no hay restricciones.

En la cultura meritocrática, el esfuerzo, mérito y capacidad son los vectores de elección de los candidatos. En nuestro país, no es ese el caso: suelen contar más las buenas relaciones sociales. Otro problema no menor,es la elección adecuada de los criterios de evaluación. Hay que ser experto para elegir a los mejores; un robot no lo puede hacer, ni tampoco personas inexpertas. La vocación no se considera, en absoluto.

Los indicadores métricos no tienen en cuenta intangibles psicológicos, la creatividad, la iniciativa propia, la vocación, el buscar caminos propios e innovadores. Los indicadores métricos captan buenos seguidores, obedientes; pero no necesariamente líderes potenciales. Si no se tienen en cuenta cualidades psicológicas, las métricas no eligen a los mejores.

Como dijo Faraday, lo que no se mide no se puede mejorar; pero hay que medir lo importante. Lo que no se evalúa se devalúa, pero lo que se evalúa mal puede ser letal, porque no se es consciente del error. Nos encontramos confiados y sin soporte crítico ante el error. ¿Quién tiene en cuenta la vocación, la rectitud moral, la capacidad de motivación, la creatividad?

Recientemente vivimos en España una ola de métricas inadecuadas para evaluar personas o instituciones. Una especie de tiranía de los números. Parece que los números son más objetivos, que el método es más científico. Esto es parcialmente cierto nada más, si no se tienen en cuenta cualidades psicológicas que no se saben medir bien, sobre todo por evaluadores inexpertos.

En muchas ocasiones la evaluación inadecuada genera un efecto contrario al deseado, efecto que se llama «efecto cobra». Es frecuente en la evaluación del rendimiento de las personas, de profesores, investigadores. Ni el mejor investigador es el que más artículos publica, ni el mejor escritor el que más libros escribe o vende, ni el mejor policía el que detiene a más presuntos delincuentes. A veces, muchas veces, menos es más.

Hay que hacer segundas lecturas, y a veces terceras. La evaluación del profesorado no consiste en medirlo sino en un juicio razonado. Y claro, para algunos, estas interpretaciones más profundas son tachadas de subjetivas, cuando no políticas.

Claro que son subjetivas: a las personas no las puede elegir un robot que no capta las aptitudes psicológicas. Las guerras no las ganan los que más víctimas causan al enemigo, porque si éste no se rinde y te agota, gana. Si se puede permitir más víctimas que tú, te puede ganar. Eso le ocurrió a Estados Unidos en Vietnam, y el padre de los indicadores métricos, Robert Mcnamara, fracasó estrepitosamente por usar sólo indicadores métricos e ignorar los psicológicos.

En España, hoy, los indicadores métricos nos inundan. Por gestores, más ignorantes que sabios, que presumen de modernidad utilizando criterios desechados en los años setenta del siglo pasado en Estados Unidos. Copiar lo bueno, cuando no se tiene una mejor opción, es sabio; pero copiar lo defectuoso, es de torpes y, callarlo si se sabe, es de egoístas y cobardes.

Ningún gestor de recursos humanos puede postular su buena gestión, cuando los administrados están estresados por criterios de evaluación deshumanizantes y obsoletos, que no fomentan más que cantidades de aportaciones irrelevantes. Hasta en las granjas modernas, se sabe que para que los animales sean más productivos han de estar felices. Estresar al profesorado con criterios cuantitativos es inhumano y contraproducente.

En mi vida universitaria, he comprobado la teoría de Raafat y otros sobre el aborregamiento humano, particularmente evidente en la comunidad universitaria a la hora de protestar. La protesta para intentar arreglar lo que funciona mal es muy escasa. No para mantener privilegios, que para eso ya hay muchos y activos sindicatos. Me refiero a la mejoría de la institución para todos, no para los buscadores de atajos.

Muchos entienden y comparten las críticas pero callan para que no lleguen enemistades o represalias. Algún día deberíamos tratar por qué estos indeseables hechos ocurren. La mayoría de los defectos proceden de la politización del sistema educativo. Los dirigentes educativos padecen el mismo mal que los políticos: mediocridad.

Artículo publicado en la Revista del Ateneo de Valladolid, Enero de 2021, N. 91.

Deja un comentario